“La Iglesia es como un gran reloj”. Esta analogía la estableció Mons. Aguirre, Obispo misionero en África en su visita a un convento de religiosas de clausura en Río de Janeiro. Según él, las agujas del reloj, que todos ven siempre en movimiento, son como los misioneros que recorren todo el mundo para llevar a la gente incansablemente la Palabra de Dios. Pero detrás de esas agujas están los engranajes que, escondidos en la caja del reloj, también trabajan ininterrumpidamente haciendo posible su buen funcionamiento. Estos engranajes son las vocaciones contemplativas que en el silencio de sus conventos sustentan a la Iglesia con su oración constante, “resonando en sus labios la alabanza de Dios e intercediendo por la salvación del mundo”, como lo define la Madre María Aparecida recordando las palabras del rito de consagración. ACN fue a visitarla para escuchar su historia.
La Madre María Aparecida y otras catorce religiosas benedictinas son algunos de esos preciosos “engranajes” que enriquecen aún más la espiritualidad de Juazeiro do Norte, una ciudad del Sertão (zona semiárida del nordeste de Brasil), conocido como la tierra del P. Cícero. La abadía de Nuestra Señora de la Victoria, la primera del estado brasileño de Ceará, además de un refugio de profunda oración y reflexión es también un lugar de acogida de miles de peregrinos que llegan a la ciudad todos los años. Las hermanas abren las puertas del convento para rezar y atender espiritualmente a todos aquellos que, ante la imagen del Cristo extranjero y necesitado, desean ser acogidos.
Durante quince años, la Madre María Aparecida fue la abadesa del convento. Ahora, debido a la edad, es abadesa emérita. “Soy el Benedicto XVI de la comunidad”, bromea la religiosa. Esa alegría conservada tras 54 años de vida conventual es fruto de una historia llena de “aventuras de fe”, como ella describe las etapas que ha vivido en su itinerario vocacional.
Procedente de una familia cuyos padres eran católicos “según el censo”, o sea, que solo se acordaban de la Iglesia cuando alguien les preguntaba por su religión, no se crio con un estrecho vínculo a la fe en la infancia. Hizo la Primera Comunión, siendo la catequista su propia abuela, que le enseñaba religión con mucho celo en su casa con un viejo librito, y que fue quien cosió los vestidos para que las nietas recibieran por primera vez el Santo Cuerpo de Cristo. “Pero de ese día solo guardo la foto”, confiesa la Madre, indicando que la verdadera comunión con Cristo se demoró aún algunos años.
En su juventud, su vida todavía estaba bien lejos de los caminos de Dios. En la ciudad de Niterói del estado de Río de Janeiro, su rutina estaba marcada por las playas, los cines y las fiestas. Madre Maria Aparecida tiene una bonita interpretación de ese periodo de su vida: “¡Jesús me estaba esperando!”.
Un día, después de poner fin a una relación en la que todo había indicado que terminaría en boda, la Madre acudió a una iglesia para llorar. “Ese era el único lugar donde nadie me preguntaría lo que pasaba”. Más, en su intento de estar sola, acabó encontrándose con una presencia que llenó su corazón de una manera que ella nunca antes había experimentado.
A partir de entonces, su vida cambió. La coquetería, tan presente en su personalidad, fue dejando lugar a una apariencia modesta, las fiestas y paseos ya no la llenaban, y empezó a involucrarse cada vez más en las actividades de la Iglesia.
Este cambio radical asustó a su madre, hasta el punto de que decidió llevarla a un psiquiatra. El diagnóstico no podría haber sido más acertado: “Mire, yo soy ateo, pero lo que tiene su hija es esa cosa que llaman vocación”, reconoció el doctor. ¡Dios se sirve de todo!
Esto confirmó en el corazón de la joven su aspiración y su entusiasmo por Dios, y entonces comenzó a entregarse aún más a la Iglesia, participando en la Legión de María, haciendo de catequista, visitando en el hospital a los enfermos de cáncer y a los indigentes, entre otras muchas actividades. Madre Maria Aparecida recuerda con humor las palabras de su abuela en ese periodo: “Ella decía que quien quisiera esconderse de mí solo tenía que ir a mi casa, porque allí no estaba nunca”.
Todavía sin saber cómo vivir en la práctica el anhelo de pertenecerle totalmente a Dios, incluso llegó a fijar la fecha de boda con un joven. Pero, a pesar de que aquel joven era “guapo, simpático, todo lo que una joven querría”, como ella misma reconoce, su corazón tenía otras inclinaciones. En el momento de la decisión, que ella define como el “día del sacrificio de Abraham” porque se sentía como ofreciendo “al hijo Isaac”, puso fin a la relación y se fue a conocer a las Hermanas Benedictinas de Minas Gerais. Así se lo recomendó un monje que la había estado preparando para el matrimonio, cuando este percibió en ella una posible vocación contemplativa. En aquella época, ella ni siquiera sabía lo que era una religiosa o cómo era la vida contemplativa. Todo lo que sabía se resumía en las rejas, sin embargo nada más entrar en el convento sintió: “¡Es aquí!”.
Esa convicción fue ganando fuerza, incluso sabiendo la conmoción que provocaría en su familia el cumplimiento de ese deseo. “Y fue entonces cuando hice una locura”, dice cuando cuenta que hizo las maletas a escondidas y salió diciendo que iba a visitar a una hermana que se acababa de casar. Su verdadero destino lo supieron sus padres cuando recibieron su carta, escrita ya desde el convento. “Fue una tragedia, pero como fue por Jesús, él se ocupó de todo”. Pero eso es parte de otra larga historia.
Además de haber contribuido a la construcción del convento, la fundación ACN destina una ayuda al sustento de estas religiosas para que muchas historias como la de la Madre María Aparecida puedan repetirse y multiplicar en la Iglesia esas vocaciones tan importantes para nuestros tiempos, de manera que surjan a través de ellas cada vez más “agujas” y “engranajes” nuevos de ese “gran reloj” que es la Iglesia.