Una misma historia, cien mil rostros diferentes

Erbil deslumbra, con su paraje semidesértico y sus 44 grados abrasadores en el verano iraquí. Se aprecia una tranquilidad engañosa en la capital kurdistana. Nada diría que en este lugar del mundo se decide en estos momentos el destino de miles y miles de personas. No se oye, no se escucha, no se ve; pero las fuerzas islámicas están a 40 kilómetros de aquí, hace apenas una semana estaban a las puertas de la ciudad. Detrás de los muros de las iglesias, dentro de colegios y centros deportivos, en las sombras de edificios en construcción se esconde la realidad: cientos y cientos de refugiados, hasta llegar a 70.000 distribuidos en 22 puntos de acogida. Uno de los principales es la catedral caldea católica, más conocida como la Iglesia de San José, en el barrio cristiano de la ciudad: Ankawa. Se calcula que unas 670 familias han encontrado refugiado aquí y en los edificios de los alrededores. Un toldo improvisado o la sombra de los edificios es el escaso alivio que tienen para protegerse de un calor aterrador, implacable. La mayoría están sentados en el suelo en pequeños grupos, por familias, sobre colchones o esterillas. Otros sentados en sillas de plástico. Ankawa es una gran sala de espera. Hay cientos de rostros, pero una historia, un testimonio, un destino, que une a todos: fugitivos condenados a muerte por ser cristianos.

El  6 de Agosto se retiró la milicia kurda – la “peshmerga” – que defendía la zona cristiana al norte de Mosul. La primera bomba cayó en la casa de los Alyias en Qaraqosh, mató dos niños, David y Mirat, primos entre ellos que jugaban en el jardín e hirió a un tercero gravemente. De ahí se dio la alarma por toda la ciudad, “el ISIS está a  las puertas, la pershmerga ya no nos defiende, toma a tu familia y huye”.  50 000 habitantes tenía Qaraqosh, ciudad cristiana desde hace siglos, todos ellos salieron con lo que llevaban puesto. Solo quedaron aquellos que no podían moverse de sus casas, ancianos enfermos. A Qaraqosh se unieron otras ciudades más pequeñas de los alrededores como Bartella o Karemlesh. Se calculan un total de 100 000 cristianos que dejaron en esos días sus casas de la zona de Nínive en un éxodo apocalíptico hacia Duhok, Zahko y Erbil. Cuesta entender el pánico que se debe tener dentro para irse sin mirar atrás, sin llevarse nada más que lo puesto.  Pero no lo es para los que conocen y han vivido rodeados, asfixiados, atacados por ese fundamentalismo musulmán durante años. Muchos todavía tienen en sus huesos el trauma del 10 de junio cuando ISIS tomó en pocas horas Mosul sin que nadie los defendiera; sus políticos, su ejército, nadie movió un dedo. Sólo en la ciudad de Mosul se calcula que más de 1000 personas han sido asesinadas por su fe desde que Sadam fue derrocado. Cada familia esconde una tragedia, un drama; todos tienen parientes asesinados, masacrados: “Este es mi hermano Salman, tenía 43 años, le pegaron tres tiros en la cabeza, fue en Mosul hace cinco años.” A su lado su madre con lentitud saca la foto y la sostiene entre sus manos, hay mucho dolor es ese gesto y en esos ojos. Huyeron de Mosul y se refugiaron en  un pueblo cerca del antiguo Monasterio de Mar Mattai (san Mateo) donde tenían familia, se creían seguros, volvía a renacer una esperanza de vida.  Pero el avance del Estado Islámico les llevó a la fuga de nuevo. A unos kilómetros de allí Yacoub, también refugiado, enseña su pierna lisiada y llena de cicatrices de una bomba que explotó en el 2008 en una iglesia de Mosul. Cuando los yihadistas lanzaron el ultimátum a los cristianos de Mosul en Junio, Yacoub huyó con sus cuatro hijas a Al Qosh, de ahí salió en un segundo éxodo hace dos semanas para el norte de Duhok. Ha perdido su tierra, su casa, todo lo que tenía. Ha sufrido las secuelas de la destrucción en su propia piel, pero las cicatrices de la pierna no le preocupan; el gran dolor de Yacoub es el futuro de sus cuatro hijas.

Damaged cross on St. George's Monastery (Mar Gurguis) in Mosul.
Damaged cross on St. George’s Monastery (Mar Gurguis) in Mosul.

“No por nosotros, sino por nuestros hijos”, es el grito mudo de una madre de las siete familias sirio ortodoxas que han encontrado resguardo debajo del toldo de una tienda en la comunidad caldea de Mangesh, dieciséis niños en total. Una de las pequeñas canta una canción en inglés rodeada de todos los demás niños: “They all love me, they all love me” (“todos me quieren, todos me aman”). Los niños que no entienden de guerras, ni odios, ni masacres, que no saben lo que pasa ni se preocupan por el futuro. Es raro ver tantos niños juntos y no ver ni un juguete, ni una pelota. Muchos bebes duermen acostados a ras de suelo, alguna vez en maxi-cosi (capazo).

Sleiman trae a su hija de tres años en brazos: “¿Que ha hecho ella para que la echen de su tierra, de su casa y tenga que vivir así?” Así en su caso significa 8 familias durmiendo en una habitación, con colchones, comida y bebida que les da la Iglesia, con un calor infernal en unas condiciones infrahumanas. En Erbil hay tiendas de campaña preparadas para los que no encontraron sitio en las salas de un club deportivo, dentro se alojan unas ocho personas, un infierno durante el día por la extremas temperaturas que llegan a 48 grados dentro de la tienda. Por las noches existe el peligro de las mordeduras de ratas y los escorpiones.

“Salvamos la vida, el honor de nuestras mujeres e hijas y nuestra fe” estas son las tres razones claves de su precipitada huida. Y esa rapidez de acción les libró de seguir la suerte de la comunidad yazidi, que fue masacrada, violada y esclavizada. Sin embargo a  los cristianos del Nínive, de Qaraqosh, Al Qosh, Telfek y otros tantos sitios les ha robado algo más que lo puramente material: la esperanza. “No puedo seguir viviendo aquí” gime el padre de David, uno de los niños asesinados por la bomba de ISIS en Qaraqosh, “este país está lleno de sangre”. La madre, joven, vestida toda de luto, con su rostro oculto entre las manos, llora. No tienen papeles, ni pasaporte. No saben cómo hacer para pedir un visado, pero repiten una y otra vez que se quieren ir, les da igual a dónde, fuera de ese país de dolor. Aquí no hay personal especializado para ayudarles en su trauma y su tragedia, están junto con todos los demás refugiados en un colegio de Ankawa. Su hermano Adeeb era trabajador de la presa de Mosul, en un inglés cortado pero claro pregunta: “¿Por qué a los musulmanes que vienen de fuera se le reconocen sus derechos en los países europeos y aquí a nosotros nos tratan como perros, en nuestro caso ni siquiera venimos de fuera, éste es nuestro país?” Adeeb habla de las raíces bíblicas de Nínive, de la tierra del Tigris y el Éufrates, de la presencia de cristianos en Mosul desde el siglo V, del monasterio de San Mateo, del arameo la lengua (de) materna de Cristo, de los sirios y caldeos católicos, de las comunidades cristianas ortodoxas y de todo un pasado religioso y cultural centenario, herido de muerte.

Pasado que es también presente real y activo: los sacerdotes, las religiosas, los obispos intentan ayudar en lo que pueden, se multiplican, llaman, organizan, piden, escuchan, consuelan, rezan. ¿Qué sería de ellos si la iglesia no estuviera aquí? ¿Quién cuidaría de ellos? En Erbil como en Duhok, donde también unos 60 000 refugiados cristianos están diseminados por pueblos y villas del norte de la ciudad, algunos ya en la frontera con Turquía, la labor de la iglesia es extraordinaria.

Padre Samir es sacerdote caldeo y párroco en uno de estos pueblos al norte de Duhok. Cuenta el shock del primer día, cuando de la noche a la mañana llego ese éxodo incontable de gente, que estaba en las calles, durmiendo en los coches, en las aceras.  Sólo en el centro parroquial para catequesis se alojan ahora 77 familias sirio ortodoxas, 321 personas, de ellos 35 niños. Padre Samir no regresa a casa antes de la una o las dos de la mañana. Siguen siendo días de trabajo sin un minuto de pausa. Diez de la noche,  llamada al móvil explicando que dos familias yazidíes están en la carretera, sin nada. El Padre Samir sale a buscarlos, a llevar colchones y a alojarlos en casa de su hermana.

Monseñor Emil Nona, arzobispo caldeo de Mosul, es uno de cinco obispos también expulsados y  desplazados que han perdido sus hogares. Acompañado de un sacerdote lleva paquetes de alimentos, visita las comunidades, apunta necesidades: colchones, tiendas, un frigorífico, medicinas. Lleva consuelo y fortaleza. En estos días afloran la iglesia sufriente y la iglesia heroica que vive el evangelio. Una iglesia que necesita el apoyo, las oraciones y la solidaridad de los hermanos cristianos de todo el mundo.

En Erbil, Duhok y Zahko, en todo Iraq se ven muchos rostros de dolor y muchas lágrimas, queda poca esperanza: “Únicamente la de un cristiano cuando la meramente humana ha desaparecido”. Y se escucha un grito unánime: “Ayúdanos, no podemos seguir así. Los cristianos de Iraq somos náufragos que extienden la mano para que alguien los salve de la muerte”. Esperan que la comunidad internacional reaccione y no sea la Iglesia la única que venga a socorrerlos. Se trata de algo más que simple y mera caridad cristiana, se trata de salvar el presente, el pasado y el futuro de una cultura y una religión ancestral. Por eso piden una ayuda inmediata para salir de esos campos improvisados, de esas tiendas ardientes al sol, pero también una ayuda duradera: protección y seguridad, el derecho a vivir su fe, que es para los iraquíes cristianos cultura e identidad, y la quieren vivir en su tierra, la que fue de sus padres y sus abuelos.

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