Miles de fieles firmaron una petición dirigida al cardenal Malcolm Ranjith, pidiéndole que abriera una causa para la beatificación de los 171 católicos que fueron asesinados hace cinco años.
El 21 de abril de 2019, la ciudad de Katuwapitiya, en Sri Lanka, vio como la celebración jubilosa del Domingo de Pascua se convertía en una escena de horror inimaginable. Una explosión destrozó la iglesia de San Sebastián, cobrándose la vida de 115 personas, entre ellas 27 niños. Esta tragedia fue una de los ocho ataques coordinados que involucraron siete terroristas suicidas en diferentes partes del país, cobrándose un total de 264 vidas y dejando más de 500 heridos.
Devanjalie Marista Fernando es una joven superviviente que relata a la fundación Aid to the Church in Need (ACN) los horribles acontecimientos que le marcaron para toda la vida: “Fui a la iglesia con mi madre. Yo me senté al fondo, bajo el ventilador, para que entrara más aire, ya que la iglesia estaba llena. Mi madre sin embargo quiso sentarse más adelante. Después de la comunión se oyó un estruendo muy fuerte. Vi una enorme bola de fuego y de repente, se empezó a caer el tejado. Me cubrí la cabeza con los brazos y salí corriendo de la iglesia. Me encontré con mi padre fuera, estaba en estado de shock, me preguntó dónde estaba mi madre. Volví corriendo a la iglesia y encontré a mi madre herida de muerte en los bancos».
También el padre Gregory Vajira Silva, franciscano de la Tercera Orden, recuerda aquellos terribles momentos: “No podía creer lo que veía. Los cuerpos de la gente estaban por todas partes. Sucedió tan repentina, inesperada y brutalmente…”.
Katuwapitiya, conocido como la «pequeña Roma» por su numerosa población católica y sus numerosos monumentos religiosos, se vistió de luto y se transformó en una gran funeraria, con el dolor flotando en el aire. La comunidad acostumbrada a uno o dos funerales al mes, se enfrentaba ahora a enterrar a más de 100 personas de golpe en una sola parroquia. “No teníamos un lugar para enterrarlos. Así que el terreno nos fue donado por el propietario del cementerio”, explica el padre Silva.
La traición perpetrada por el atacante caló hondo. «La persona que hizo esto estuvo aquí durante tres meses como un aldeano más, vivía entre ellos. La gente le creía, confiaba en él, le trataba como a un hermano. Pero él simplemente traicionó el amor que le tenían», dice el sacerdote franciscano. Este acto de violencia puso al descubierto «una ideología» que amenaza el tejido mismo de la sociedad.
Las iglesias de Katuwapitiya fueron cerradas por motivos de seguridad, pero los fieles llamaban una y otra vez preguntando la hora de las misas. Sacerdotes, como el padre Silva, empezaron a celebrar misas en las casas como en los primeros tiempos del cristianismo, reafirmando la importancia de la fe en tiempos de persecución. “Comprendimos que no tenemos vida sin la eucaristía”, afirma en sus declaraciones a ACN.
El acto de violencia dejó a la comunidad profundamente traumatizada. También el padre Silva sintió esa herida desgarradora, afectado por la pérdida de su gente: “Muchos perdieron a alguien de su familia. Como sacerdote, yo perdí a gente a la que conocía y amaba. Necesitamos un gran milagro de curación. Todo el mundo está afectado”.
Ayudar a las familias en duelo se convirtió en la misión más importante de la Iglesia. «Decidimos caminar con ellos», explica el padre Silva, “no predicamos en aquella época. Simplemente estábamos allí para ellos y ellos lo sentían. Les ayudábamos, les escuchábamos, llorábamos con ellos, compartíamos lo que estaban viviendo en ese momento”. A cada sacerdote se le asignó un grupo de familias, ofreciéndoles apoyo emocional y práctico.
Para el padre Silva, las víctimas de aquel Domingo de Pascua de 2019 son mártires porque murieron por haber elegido estar en la iglesia para proclamar su fe en Cristo y en la resurrección. Y él no es el único, en el quinto aniversario del trágico atentado terrorista, la comunidad de la archidiócesis de Colombo ha entregado una petición firmada por miles de fieles al cardenal Malcolm Ranjith, solicitando que se inicie el proceso de beatificación de los 171 fieles católicos asesinados en aquel fatídico día.
Aunque las cicatrices de aquel Domingo de Pascua sin duda perduran, Katuwapitiya, esta pequeña localidad católica de Sri Lanka, emerge como un testimonio vivo de la esperanza en la vida eterna. La fe del padre Silva, profundamente sacudida por el dolor y la tragedia, se vio puesta a prueba. Arrodillado junto al altar buscó respuestas al sufrimiento que veía. En ese momento de desesperación, una señal divina lo reconfortó: sobre el altar, manchado con la sangre de las víctimas, el misal permanecía inmaculado, excepto por una gota de sangre que reposaba cerca de una frase que, evocando las promesas de Cristo, ofrecía consuelo y esperanza a aquellos que se alimentan de los sacramentos, prometiendo la vida eterna y la resurrección futura.»
Por María Lozano.