El padre Idahosa Amadasu, de la diócesis de Benín, es uno de los cientos de sacerdotes católicos que, en las últimas décadas y en Nigeria, han sido secuestrados para pedir rescate por parte de bandas armas. Durante varios días, el padre Idahosa experimentó miedo, humillaciones, hambre y frío, pero en su fe en Jesús encontró fuerzas para soportar una situación de la que no sabía si saldría con vida. Esta Semana Santa, Aid to the Church in Need quiere compartir su historia de fe. A continuación, su relato, editado por motivos de claridad y extensión.
En julio de 2020, mientras iba conduciendo por una carretera, tristemente conocida por los secuestros que se perpetraban en ella, vi a unos hombres enmascarados apuntando y disparando en mi dirección. Enseguida supe que eran secuestradores. Apagué el motor para que dejaran de disparar y salí del coche con las manos en alto. Uno de ellos corrió hacia mí y me gritó que me echara al suelo. En aquel momento llevaba la sotana, pues volvía de mi ministerio pastoral y había celebrado la misa.
Más tarde, me di cuenta de que había tenido mucha suerte. El conductor del coche que venía justo detrás del mío fue abatido a tiros y además si el sacerdote que había querido acompañarme hubiera estado en el coche, casi con toda seguridad también los tiros le habrían alcanzado.
Los secuestradores me obligaron a caminar con ellos por el monte. Cuando llegamos a una colina, se dieron cuenta de que me costaba subir la pendiente debido a mi sotana. Uno de mis captores abrió una bolsa que había sacado de mi coche y vio una casulla verde, así que me pidió que me la pusiera. A punto estuve de decirle que sólo llevo la casulla durante la misa, pero, dada mi situación, no me quedaba otra que obedecer sus órdenes, siempre que no fueran intrínsecamente malas. Acabé llevando la casulla verde durante las cuatro noches y cinco días que estuve en cautiverio. Intenté encontrarle un significado espiritual, viéndolo como una forma de participar espiritualmente en la misa durante todo este tiempo, al no poder hacerlo sacramentalmente. En cualquier caso, me resultó útil por la noche para protegerme de las picaduras de insectos y para abrigarme, ya que hacía frío y llovía.
Cuando los secuestradores estaban conmigo, siempre iban enmascarados. Uno de ellos me dijo que el hecho de ser sacerdote no era excusa para decir que no tenía dinero. Me amenazaban con frecuencia, diciéndome que si no cooperaba o mi gente contravenía sus indicaciones, me matarían. Nunca había visto mi libertad, siendo adulto, tan cohartada. No me permitían hacer nada sin pedir permiso primero, pero a mí me preocupaba más que me quitaran mi libertad interior y que el miedo consumiera mi paz interior. La oración fue mi mejor forma de conseguirlo. Era muy consciente de que sólo manteniendo mi paz interior me mantendría cuerdo y capaz de actuar racionalmente, pese a estar inmerso en un clima irracional donde quien detenta el poder tiene la razón.
Tal vez por razones de seguridad, estos malhechores, que dominan totalmente el monte, no permanecen en un solo lugar. Caminan a propósito por la noche y a veces utilizan Google Maps para confirmar su ubicación. Si no fuera porque estaba acostumbrado a dar paseos diarios, me habría resultado difícil, si no imposible, recorrer con ellos esas largas distancias. También di gracias a Dios por llevar zapatos cerrados, pues habría sido terrible tener que hacerlo con sandalias. Lo más duro para mí fue subir las pendientes.
Durante mi cautiverio, intenté centrarme en mi interior. Cada vez que sentía miedo o que me amenazaban con sus armas, yo me recordaba a mí mismo que el Dios al que sirvo es más grande que sus armas. También le rezaba a menudo a san Miguel Arcángel porque hay algo demoníaco en el ambiente cuando la vida humana no importa y el dinero se valora por encima de ésta. Siempre he confiado en la protección especial del rosario: de hecho estaba rezando el rosario cuando me encontré con los secuestradores. En un momento dado, le pregunté a Dios por qué permitía que esto sucediera. Pero es reconfortante saber que la protección de Dios no consiste simplemente en evitar que nos ocurran desgracias, sino en evitar que esas desgracias nos consuman.
Me di cuenta de que yo no sentía una especial animadversión hacia mis secuestradores, sino que, en realidad, sentía compasión por ellos. Si estos hombres -algunos parecían tener veintitantos mientras que otros no pasaban de los cuarenta-, en la plenitud de sus vidas, se dedicaban a estas mezquinas actividades, ¿qué harían en los últimos días de sus vidas? La mayoría de ellos, creo, estaban casados y tenían hijos. A menudo me preguntaba qué le dirían a su familia y a sus hijos acerca de lo que hacen.
A veces recibía gestos de amabilidad inesperados. Eso y la forma en que a menudo se referían a Dios, me hacía considerar que esos hombres a pesar de todo también eran hijos de Dios llamados a la salvación. Mi percepción general era que seguían viviendo con cierta conciencia de la presencia de Dios. Así, en una ocasión, al preguntar si podía hablar con mi negociador, uno de ellos me dijo que esperara a que él terminara de rezar. Y cuando uno de ellos me dio maíz asado y yo le di las gracias, me contestó “dale las gracias a Dios”. Estos gestos, junto con la dirección equivocada que habían tomado en la vida me animaron a rezar por su conversión.
Intenté acompañar los distintos momentos con oraciones porque, de algún modo, aquellos fueron unos largos días de retiro. Las palabras de 1 Juan 4,4 no dejaban de resonar en mis oídos: “Vosotros, hijos, sois de Dios y los habéis vencido, porque mayor es el que está en vosotros que el que está en el mundo”. También me venían a veces a la mente las palabras de Cristo durante su Pasión: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto” (Jn 19,11).
Desde un punto de vista humano, esta experiencia sería demasiado fuerte para un hombre y le ocuparía toda su vida, pero Dios sabe sacar lo mejor incluso de las peores situaciones, y su mano “no se ha acortado para salvar” (Is 59,1). Confiamos en su constante protección para guiarnos hasta nuestro destino final, allí donde el mal ya no puede perturbar nuestra paz interior.
Por Filipe d’Avillez.