Aunque la opinión pública mundial apenas lo advierta, desde el 27 de septiembre de 2020 se libra una guerra entre Armenia y Azerbaiyán, en Nagorno-Karabaj. El 9 de noviembre de 2020 se negoció un alto el fuego entre ambos países. Con más de 4.000 soldados armenios caídos —casi toda una generación de hombres jóvenes—, con unos 90.000 refugiados y con innumerables crímenes de guerra, esta guerra ha aportado una crueldad sin precedentes al viejo conflicto y ha producido una catástrofe humanitaria.
Sólo unos 25.000 refugiados han podido regresar a sus hogares desde entonces. El resto, ha quedado atrapado en Armenia y lucha por sobrevivir y recuperarse.
En octubre, miembros de la fundación internacional Aid to the Church in Need (ACN) visitaron Armenia para observar la situación por sí mismos y averiguar cuál es la mejor manera en que pueden ayudar, ahora que la ayuda del gobierno se ha agotado y muchas agencias de ayuda también se han retirado. En esta ocasión, también pudieron hablar con algunas familias de refugiados. Una de ellas es la familia de Lida, que refirió por lo que ha pasado.
Artashat, una pequeña ciudad en el triángulo fronterizo formado por Armenia, Turquía y Azerbaiyán. Hemos dejado atrás el centro de la ciudad. Conducimos por un largo y polvoriento camino de grava. Parece que no lleva a ninguna parte. A derecha e izquierda de la carretera hay plantas industriales abandonadas, restos de la época soviética. Después de unos cinco kilómetros, giramos hacia las instalaciones de una de estas fábricas. Al final del terreno se alza una casa de aspecto abandonado. Pero la primera impresión es engañosa. Lida, una mujer rubia de mediana edad, nos espera en la puerta. Parece cansada, pero se alegra de nuestra visita, al igual que su nuera Mariam y su pequeña nieta Nané. Mientras Mariam prepara un café en la cocina provisional, Lida nos cuenta lo que ha tenido que vivir en el último año:
«Llevábamos una buena vida en Nagorno-Karabaj. Aunque soy viuda, desde hace muchos años, podía alimentar bien a mis dos hijos gracias a mi trabajo como profesora. Teníamos nuestra propia casita y todo lo que necesitábamos. Esto cambió completamente, , cuando mis dos hijos fueron alistados en el ejército el año pasado, el 27 de septiembre, con 22 y 24 años. Cuando empezó el bombardeo, estábamos solas mi nuera, mi pequeña nieta y yo. Al principio nos refugiamos bajo la mesa. Más tarde nos escondimos en el sótano con algo de comida y agua. Para entonces ya no había electricidad ni agua corriente. Cuando los ancianos de la aldea nos informaron de que debíamos abandonar el pueblo, huimos primero a Berdsor y, al cabo de una semana, nos trasladaron en autobuses a Armenia. No llevábamos más que una maleta. Al principio, encontramos refugio en casa de unos familiares en Artashat. Pero la situación no se podía prolongar, pues éramos una carga para la familia. Desde hace medio año vivimos aquí».
Nos enseña el piso. Todo está limpio y ordenado, pero no tiene más que lo absolutamente imprescindible. No hay ni electricidad ni agua corriente: «el agua la traemos una vez a la semana de nuestros familiares». Hay un enorme agujero en el techo de la habitación a través del cual se puede mirar al primer piso. La familia ha pedido un crédito para los muebles más necesarios. «En Nagorno-Karabaj, todavía tenemos que pagar el préstamo para la habitación de la niña, que pedimos cuando Nané iba a nacer. El banco no tiene piedad. No sé cómo nos las arreglaremos».
Solo durante los primeros cuatro meses recibieron una ayuda de 150 dólares. Quienes habían perdido un miembro de la familia recibieron un pago único de 20.000 dólares. Pero, por suerte, los dos hijos de Lida volvieron de la guerra. Ahora bien —según nos dice–, el mayor está gravemente traumatizado y no puede trabajar. «El más joven, al menos, ha encontrado un trabajo en la fábrica de conservas, bajando la calle. Sin embargo, está mal pagado y no le abonaron su primer salario hasta seis meses después. También trato de aportar algo al sustento dando clases a dos alumnos».
Cuando Lida habla de su casa en Nagorno-Karabaj, se le saltan las lágrimas: «en principio, se espera de nosotros que volvamos a nuestras casas, si no están destruidas. Pero allí la situación no es segura. Los soldados de la llamada “Mirotvorcy” (las “fuerzas de paz” rusas) destinados en la frontera, en caso de duda miran para otro lado. Los azerbaiyanos han ocupado nuestra casa y lo publican descaradamente en Facebook…»
Haber perdido el techo que les cobijaba, haber perdido el trabajo y, por tanto, su medio de vida, junto con los traumas sufridos, desgasta no solo a Lida y su familia, sino a miles de personas como ella.
Como suele suceder en otras muchas ocasiones, es la Iglesia católica la que se ocupa de estas personas cuando ya no hay ayudas estatales. La Iglesia ayuda con apoyo espiritual y psicológico para superar los traumas, pero también de forma muy tangible: se ocupa allí donde los mutilados de guerra necesitan una vivienda adecuada para personas con discapacidades, donde las familias pueden mejorar su situación vital con unas pocas reparaciones o, por ejemplo, instalar un baño para no tener que atravesar el patio a temperaturas bajo cero.
Como muchas familias han perdido a la persona que aporta al sustento —al menos temporalmente, tanto si está trabajando en Rusia, como si se ha quedado en Nagorno-Karabaj o está siguiendo un tratamiento de rehabilitación—, la Iglesia también ayuda a las familias más necesitadas a ganarse la vida, ante el aumento del desempleo y de los precios en el país. En la medida de lo posible, también intenta ayudarles a encontrar trabajo.
ACN apoya a la Iglesia cubriendo el coste de un paquete de emergencia para 150 familias en la ciudad de Goris, en la provincia de Syunikh, cerca de la frontera con Nagorno Karabaj, durante 15 meses. El paquete de ayudas incluirá todos los elementos descritos anteriormente: vivienda, medios de subsistencia, atención psicológica y pastoral.