INFUNDIR ESPERANZAS EN LOS REFUGIADOS ERITREOS DEL CAMPO DE HITSATSE EN ETIOPÍA

Por Magdalena Wolnik para Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN)

Sabemos de ellos por las noticias y los informes sobre los sucesivos naufragios de embarcaciones en el Mar Mediterráneo. Proceden de un país donde no hay guerra, pero que, no obstante, es considerado uno de los peores lugares para nacer y vivir, por lo que muchos se arriesgan a emigrar. Para nosotros son números anónimos, cada vez mayores, que desde hace mucho tiempo han dejado de despertar emociones. El P. Hagos Hadgu, uno de los socios de proyectos de AIN, conoce muchos de sus nombres y de sus rostros.

En 2015, unos 50.000 eritreos llegaron a Europa, convirtiéndose así en uno de los mayores grupos nacionales de refugiados después de los sirios, los iraquíes y los afganos, en cuyos países una guerra sangrienta forma parte de la cotidianeidad. Antes de llegar a Europa, EE.UU. o Canadá, los eritreos pasan por Etiopía, que es uno de los países africanos más hospitalarios: actualmente, Etiopía acoge a unos 800.000 refugiados, pese a que unos 10 millones de habitantes autóctonos estén pasando hambre. No obstante, siguen dando la bienvenida a los que huyen de los países vecinos de Sudán, Somalia y Eritrea. Unos 120.000 eritreos se han refugiado en cuatro campos ubicados en la región Tigray de Etiopía septentrional.

Los campos de refugiados etíopes reciben a 300 personas cada día. Muchos de estos refugiados son varones jóvenes con formación que huyen de la perspectiva de un servicio militar interminable. El P. Hadgu Hagos, un sacerdote católico del rito etíope que, junto con el P. Ghiday Alema, visita cada semana los campos de refugiados de Shimelba, Mai-Aini e Hitsatse, advierte de que entre los refugiados hay cada vez más menores e incluso niños solos.

El campo de Hitsatse, rodeado de un desierto montañoso y ubicado a más de setenta kilómetros de distancia de la ciudad más cercana, se compone de centenares de barracones de ladrillo y desgastadas tiendas de campaña de la agencia de Naciones Unidas para los refugiados (UNHCR, por sus siglas en inglés). Este campo acoge a muchas familias numerosas que engloban varias generaciones. Allí trabajan organizaciones humanitarias que se centran en ofrecer acceso a agua potable y víveres, educación infantil y apoyo a personas con discapacidades y a mujeres que han sido víctimas de abusos. Pero en él también está presente la dimensión espiritual con varias capillas, ortodoxas y católicas, además de un lugar de rezo para los musulmanes. El campo acoge a 25.000 refugiados, entre los que se encuentra una minúscula comunidad católica, mientras que el campo de Shimelba (a 128 kilómetros de la ciudad de Shire) cuenta con más de 5.000 católicos, mejor organizados en grupos dirigidos por catequistas. El P. Hagos y el P. Ghiday de la Eparquía de Adigrat administran los sacramentos y, junto con los catequistas, preparan a los que lo desean para el bautizo. Además, imparten la catequesis, visitan a las familias y juegan al fútbol con los jóvenes.

“La gente que ha padecido privación psicológica necesita consuelo y reconciliación, hay que ocuparse de ellos y trabajar con ellos sus traumas. Hay que hablarles de Dios”, explica el P. Hagos mientras abre una modesta capilla del campo de refugiados. Va acompañado de un anciano enjuto con grandes gafas que explica que, a pesar de haber trabajado en la Embajada de EE.UU. en Asmara, lleva más de tres años esperando a que le concedan un visado. No obstante, no ha perdido la esperanza de poder volar allí con su esposa, y también asegura que, sin la fe, no habrían sobrevivido a todas las penalidades. “Lo hemos dejado atrás todo, pero llegamos aquí con nuestra fe católica y, gracias a esta capilla, podemos seguir expresándola”. Y añade: “En los alrededores no viven católicos, por lo que los creyentes que llegan y ven la capilla sienten renacer la esperanza. Nos reunimos alrededor de ella y manifestamos así nuestra gratitud hacia Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN) por haberla construido”.

Los cristianos eritreos necesitan tener una fe sólida (lee más sobre libertad religiosa en Eritrea). El P. Hagos explica que las persecuciones y el cruce ilegal de la frontera deja a la gente traumatizada. Tienen que venderlo todo para pagar a los soldados de los puestos fronterizos y, cuando llegan a los campos de refugiados, prácticamente no tienen nada para sobrevivir. De ahí que entre ellos se extienda la desesperanza, la frustración y la depresión, agravados por la separación de la familia, la ociosidad y el futuro incierto. A menudo, las consecuencias son la adicción a las drogas y el alcohol, y también el suicidio.

“Cuando no pueden ganar dinero para pagar a los traficantes de personas para irse, la vida en el campo de refugiados deja de tener sentido para ellos. Entonces empiezan a odiarse a sí mismos. Yo he visto cómo una niña se prendía fuego a sí misma en el campo de refugiados”, recuerda el P. Hagos. “No pueden soportar la tensión, pero rara vez hablan de sus experiencias en el campo de refugiados y de las que han hecho en la travesía”.

La mayoría no quiere quedarse en Etiopía, donde afrontan la sequía y la hambruna, y donde carecen de perspectivas de trabajo y de una vida normal. La vía legal implica esperar hasta obtener un visado para Europa, EE.UU. o Canadá, pero este visado lo obtienen solo cuatro familias por semana. La cola de espera es casi tan larga como la espera, de entre tres y siete años. Las personas ancianas, incapaces de afrontar el reto y las penalidades del viaje, tienen que esperar a ser reubicadas, y lo más frecuente es que las dejen abandonadas a su suerte. En cambio, los jóvenes, impacientes y no dispuestos a desperdiciar los mejores años de sus vidas, emprenden la arriesgada travesía a través del desierto y el Mar Mediterráneo. Las rutas ilegales a Europa transcurren por Sudán, Egipto, Libia y la isla italiana de Lampedusa.

“Estos jóvenes me conmueven”, señala el P. Hagos. “A menudo esperan –a veces, durante años–, sin la menor certidumbre acerca de su futuro. Sueñan con una vida mejor. Nosotros intentamos convencerlos de que no elijan la opción ilegal, pero, cuando desesperan, deciden irse a pesar del riesgo. En ocasiones, alguien desaparece, y varios meses más tarde averiguamos que los chavales con los que jugábamos al fútbol y que nos asistían como monaguillos se han ahogado en el Mediterráneo. Un día perdimos así a 16 chavales. Sus familiares lloraron y yo con ellos. Uno de ellos era Tadese, un joven brillante y capaz, un estudiante comprometido que animaba a los demás jóvenes a implicarse con la Iglesia. Nos gustaba bromear juntos… Se ahogó en el Mar Mediterráneo en año pasado. Todavía puedo ver su rostro…”.

Antes de que AIN subvencionara la construcción de la capilla para satisfacer las necesidades espirituales y psicosociales de los refugiados católicos del campo de Hitsatse, la comunidad de creyentes celebraba la Santa Misa bajo los árboles.

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