No hay sitio en la posada

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En la Navidad de 1947 el fundador de ACN, P. Werenfried van Straaten, escribió el artículo «¿Paz en la Tierra? / No hay sitio en la posada», en el que pedía ayuda para los 14 millones de refugiados expulsados de sus hogares en los antiguos territorios alemanes de la Europa del Este y que  vivían en la miseria absoluta. Su texto supone el origen de Aid to the Church in Need. 70 años más tarde este texto es todavía relevante. 

Queridos amigos:

Cuando por primera vez fue Navidad, los caminos a Belén estaban abarrotados de gente. Todo el mundo se apresuraba en llegar a la ciudad del Rey David, para inscribirse en el censo ordenado por el emperador Augusto. Avanzaban a codazos y pisotones, porque sabían que solo los primeros encontrarían un sitio donde pernoctar. Y como suele ocurrir, los más ricos, los que se desplazaban a caballo o camello o disponían de una carroza de lujo, iban apartando y dejando atrás a los pobres infelices montados en sus mulas, y llegaban los primeros a las posadas. En cambio, para María, que llevaba a Jesús bajo el corazón, no había sitio en la posada.

¿Os lo podéis imaginar? ¿Veis cómo la ciudad se llena de gente que sólo piensa en sí misma? ¿Os podéis hacer una idea de lo que ocurrió durante la guerra en Amberes, cuando la gente tomó al asalto el tranvía de la línea 41, de los empujones y pisotones, de la súbita transformación del amable oficinista y el pequeño burgués en animales salvajes? Todo decoro y educación desaparecieron; cada uno ya sólo luchaba por su propia persona. Y lo mismo ocurrió en Belén. Por eso, la Sagrada Familia no tuvo dónde alojarse. ¡No había sitio para Cristo! Y María sabía que estaba a punto de dar a luz. José no sabía qué hacer. Estaban solos y abandonados, perdidos en la multitud…

Las cosas no han cambiado: sigue sin haber sitio para Cristo, porque el egoísmo sigue gobernando al ser humano que, en cuanto se sabe a buen recaudo y resguardado de las inclemencias del tiempo, pierde todo interés por el prójimo.

Entre nosotros, muchos no pasamos frío; no nos va mal. Tenemos una vivienda que nos protege del frío, y pese a los precios abusivos y la escasez de alimentos y otros productos, realmente no carecemos de tantas cosas. ¿Pero acaso nos paramos a pensar en que ahí afuera María y José recorren Europa de mil maneras diferentes? ¿Somos conscientes de que Cristo llora en los pobres, los sin techo y los refugiados, los hambrientos y sedientos, los prisioneros y los enfermos, en todos aquellos que él llamó los más pequeños entre los suyos, y tras cuya miseria se esconde el Hombre-Dios?

De nuevo, llega la Navidad y Cristo necesita ser acogido por los suyos. Invisible, vaga por nuestras calles y por toda Europa. Por tanto, no os comportéis como la salvaje multitud de Belén ni como los hosteleros indiferentes ni como pequeñoburgueses bien alimentados y autosatisfechos; abrid las puertas y los corazones a toda necesidad que sea la necesidad de Cristo.

¿La necesidad de Cristo? En Alemania, varios cientos de ciudades han quedado arrasadas. A menudo, sólo quedan en pie los búnkeres que los alemanes construyeron en casi todos los lugares para proteger a la población de los ataques aéreos. Estos búnkeres albergan ahora a muchos cientos de miles de personas. En ellos se extiende un olor insoportable. Cada familia –en la medida en que aún se puede hablar de tales– se hacina sobre unos pocos metros cuadrados de cemento. No hay hogueras ni calor, aparte del calor de los cuerpos vecinos.

Durante la guerra y la ocupación se han cometido grandes injusticias, pero no por ello estos parias dejan de ser nuestros hermanos y hermanas. Cristo también quiere vivir en ellos con su pureza, su caridad y su bondad. Los pastores le rezaron a Cristo en un establo, pero estas personas ni siquiera tienen un establo. En sus búnkeres, Cristo no puede humanamente vivir. Ahí no hay sitio para él. ¡Y ésta es, a casi tres años del final de la guerra, la necesidad de Cristo!

El mundo en el que vivimos es una locura. Un mundo que a través de los siglos ha considerado que el egoísmo indiferente al sufrimiento ajeno es la mayor sabiduría… y que, por ese mismo motivo, ha sucumbido una y otra vez. Es un mundo de animales salvajes y violentos; un mundo donde el propio YO se superpone, en lo pequeño y en lo grande, al amor. De César a Napoleón, de Hitler a Stalin y los estrategas estadounidenses de la bomba atómica, siempre ha sido así, y probablemente siga siéndolo para siempre. César fue asesinado, Napoleón murió en el exilio, Hitler se suicidó, Mussolini fue ahorcado… ¿Quién es el siguiente? La violencia y el egoísmo desenfrenado conducen irremediablemente a la perdición. Nosotros lo sabemos, porque hemos contribuido a ello y porque soportamos las consecuencias. Y a pesar de ello, cual locos y ciegos, seguimos por el mismo camino. El camino del egoísmo en lo pequeño y lo grande. Empezando por las Conferencias de Yalta y Potsdam de las cinco potencias, pasando por la miserable avaricia del pequeño campesino que cobra precios abusivos hasta las cobardes maldades de nuestros propios pecados: este mundo está dominado por el egoísmo.

En las Sagradas Escrituras hay una frase trágica: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». No había sitio para él en la posada, porque los “suyos“ carecían de amor. Y aquí es donde reside la oscura raíz de la guerra y la destrucción. Y sabemos que él es el Príncipe de la Paz, cuya llegada ansía todo el mundo, al que tanto necesitamos. Por tanto, reestablezcamos de nuevo el amor que le abre las puertas y los corazones. Los seres humanos somos dela misma familia. Todos. También los alemanes y los comunistas. También los pobretones que pasan frío en sus búnkeres. También los refugiados y expulsados. Debemos hacernos sitio y amarnos los unos a los otros, pero no de palabra, sino con hechos. Como San Martín, que yendo a caballo se encontró a un mendigo, y al no llevar dinero encima, rasgó con la espada su capa por la mitad para compartirla con él. Y ese mendigo era Cristo. Todos los necesitados, sea cual sea la condición de su necesidad, son Cristo. Por ello os pido que donéis ropa y alimentos para vuestros hermanos alemanes y que no les exijáis que os devuelvan hasta el último pedazo de carbón. Ceded una habitación de vuestra vivienda a una persona sin techo. Reservad un lugar de vuestra mesa a los hambrientos. Y dadles a todos vuestro amor, vuestra misericordia y vuestro perdón, y mostradles un rostro amable.

San Juan les escribió a los cristianos: «En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros  hermanos. Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,16-18).

Mientras no sigamos este consejo, nuestra puerta y nuestro corazón permanecerán cerrados para Cristo. ¡Así no le haremos un sitio! Ni con todos los belenes y árboles de Navidad con sus velas, guirnaldas y bolas relucientes podríamos compensar esta falta. Hagamos, pues, las paces en nuestros corazones y sobre las ruinas del país enemigo. Olvidemos antiguas disputas. Démonos la mano con suavidad y bondad. Reestablezcamos el amor. Porque el niño que llora en el pesebre es Emmanuel, es decir, “Dios con nosotros”. Y Dios es amor.

Werenfried van Straaten[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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